Cuando escribes una carta, estás escribiendo un trozo de tu vida. Estás entregando una parte de ti que nadie ha visto aún. Escribes tus ilusiones, tus miedos, tus esperanzas, tus recuerdos... Escribes como si alguien te abriera el pecho en dos y sacase de ti todo que nunca te has atrevido a decir.
Le regalas, a esa persona, a tu destinatario o confidente, palabras que nunca has pronunciado en voz alta pero que tantas veces has querido gritar.
Te manchas de tinta y, sin embargo, es sólo una metáfora de lo mucho que te manchas el corazón al desnudarte en alma y letras.
Escribir una carta es describirte a ti, es jugar a que te tengo aquí y no a la distancia a la que ya no te veo. Escribirte era viajar a contarte todo sin moverme del sitio, era susurrarte mis miedos y dejar de temblar.
Porque enviar una carta es enviarme a mí misma, es estar allí contigo en el momento en el que me lees. Quizás no te hayas dado cuenta, pero estuve presente mientras me leías; aunque, tranquilo, yo tampoco me dí cuenta.
La única carta que he enviado en mi vida ha sido la única que no me han respondido. Y eso es todo lo que puedo contaros del amor.
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