Nunca fueron de días pero sí de noches. No eran de paseos largos a la oscuridad de la luna, ni de tiempo perdido en calles con los dedos entrelazados, ni siquiera de tomar un café en el bar de la esquina. Por eso su destino fue un hotel, directo y sin preámbulos, como sus intenciones.
Subir las escaleras empezó a calentar los motores que tenían por corazón, a notar el frío en la nuca, a pensar que ya les sobraba la ropa. El portazo que les unió en la misma habitación solo fueron las ganas que resonaban en el ambiente, las respiraciones que empezaban a acelerarse.
En el momento en el que los dos se miraron destruyeron todas las fronteras que alguna vez habían existido, izaron bandera blanca y firmaron la paz que les llevaría a la guerra. Los pasos de seguridad que les distanciaban se convirtieron en milímetros, en dos bocas chocando, mordiendo, lamiendo, chupando; dejándose la vida en un beso. Ya no existía el mundo exterior, solo el mundo que les rodeaba: sus cuerpos. Las manos empezaron a ser hábiles y quitaron camisetas, pantalones, medias, bragas, calzoncillos, hasta que se quedaron a dos pieles. A los roces les siguieron besos, estos se tornaron mordiscos, lo salvaje les pilló enfermos de lujuria, no había ningún hueco vacío que no cubriera una mano, que no cubrieran sus cuerpos. Ninguno de los dos se atrevió a hablar pero sus gritos, su desesperación, sus prisas, sus respiraciones y gemidos narraban todo lo que callaban. Y no hacía falta más, porque se hacían falta ellos y nadie les sacaba tarjeta roja. Decidieron correrse el riesgo para que nadie saliera perdiendo, para que solo pudieran ganar.
Al terminar, ninguno de los dos se miró de nuevo, no se volvieron a tocar, a besarse, a verse, a llamar. Pero ninguno de los dos pudo olvidarse del otro, intentando recordar para terminar llorando, volviéndose dolor, nostalgia y melancolía. Siendo todo lo que no eran, porque eran, pero solo si estaban juntos.